Tocó a la puerta una vez más, se alistó la ropa y pasó la mano por el cabello para aplacar un poco cualquier indicio extra de su torpe desaliñada estampa.
Había caminado mucho hasta esa puerta. Creía que el hecho de haber recorrido tal distancia sería algo a apreciarse y valorarse. Que sería tomado en cuenta para permitirle cruzar dicho umbral.
Cada paso que dio lo hizo con consciencia, a sabiendas del dolor de dejar atrás lo ya conocido, lo cómodo y previamente conquistado.
Tenía esperanza de que el esfuerzo fuera visto, apreciado, reconocido, que el trayecto fuera más importante que el resultado. Y tocó nuevamente a la puerta.
Lentamenta, con un poco sorpresivo rechinar de bisagras, ésta se abrió, dejando ver lo que cuidaba, respirar el delicioso aroma que emanaba desde su interior, la calidez y frescura simultánea de sus espacios diligentemente acomodados desde hacía casi tanto tiempo como él sólo sobrevivían y se reconstruía a cada paso.
Aún en la puerta tuvo que hacer ajustes. Modular la voz, corregir la postura corporal, mostrar sus mejores ángulos y argumentos. Esforzarse un poco más.
Fue muy poco lo que le faltaba. Fue Bienvenido y acompañado dos pasos al interior antes de cometer el primer error. Fue juzgado severamente.
Contrariado, angustiado por que le sacarán, hizo un intento adicional, un esfuerzo que no le era conocido: se esforzó por no esforzarse, pues era lo que le pedían.
Tal exigencia, tal contraste de emociones, el chocar de lo agitado de su corazón y la fuerza con la que activaba todo el torrente sanguíneo chocó con la imposición del sistema nervioso central, coludido con una respiración larga y profunda, en cuatro tiempos, que buscaba su relajación, misma que le hizo colapsar y desplomarse.
Romántico y estoico, sonrió al saber que al menos pudo ver lo que deseaba para su vida justo antes de que esta terminara. Se convenció a sí mismo de que valió la pena, mientras a lo lejos escuchaba una voz que, con una ternura y compasión que jamás antes había recibido, decía que deseaba al menos hubiera valido la alegría.
Había caminado mucho hasta esa puerta. Creía que el hecho de haber recorrido tal distancia sería algo a apreciarse y valorarse. Que sería tomado en cuenta para permitirle cruzar dicho umbral.
Cada paso que dio lo hizo con consciencia, a sabiendas del dolor de dejar atrás lo ya conocido, lo cómodo y previamente conquistado.
Tenía esperanza de que el esfuerzo fuera visto, apreciado, reconocido, que el trayecto fuera más importante que el resultado. Y tocó nuevamente a la puerta.
Lentamenta, con un poco sorpresivo rechinar de bisagras, ésta se abrió, dejando ver lo que cuidaba, respirar el delicioso aroma que emanaba desde su interior, la calidez y frescura simultánea de sus espacios diligentemente acomodados desde hacía casi tanto tiempo como él sólo sobrevivían y se reconstruía a cada paso.
Aún en la puerta tuvo que hacer ajustes. Modular la voz, corregir la postura corporal, mostrar sus mejores ángulos y argumentos. Esforzarse un poco más.
Fue muy poco lo que le faltaba. Fue Bienvenido y acompañado dos pasos al interior antes de cometer el primer error. Fue juzgado severamente.
Contrariado, angustiado por que le sacarán, hizo un intento adicional, un esfuerzo que no le era conocido: se esforzó por no esforzarse, pues era lo que le pedían.
Tal exigencia, tal contraste de emociones, el chocar de lo agitado de su corazón y la fuerza con la que activaba todo el torrente sanguíneo chocó con la imposición del sistema nervioso central, coludido con una respiración larga y profunda, en cuatro tiempos, que buscaba su relajación, misma que le hizo colapsar y desplomarse.
Romántico y estoico, sonrió al saber que al menos pudo ver lo que deseaba para su vida justo antes de que esta terminara. Se convenció a sí mismo de que valió la pena, mientras a lo lejos escuchaba una voz que, con una ternura y compasión que jamás antes había recibido, decía que deseaba al menos hubiera valido la alegría.